domingo, 18 de abril de 2010

El reino de los hielos


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Soy el guardián del hielo.
(José Watanabe)



Lo he visto algunas tardes de diciembre con nieve,
confundido en las hojas caídas de los chopos
y en la emboscada blanca de la niebla en el río.

Lo he visto en la mirada redonda de los peces,
en el hueco que deja el vuelo de los pájaros
y en las nubes de fuego que disipó un mal viento.

Lo he visto cuando suena la campana en la espiga
y llueve sobre el mar la luz azul de mayo.
Donde gimen su duelo las hondas caracolas
y en un bosque de alisos que atraviesa un arroyo,
en la convalecencia quebrada de las rosas,
allí, en la antigua patria de la infancia, lo he visto.

Sobre su mansedumbre late lenta la noche,
negra y respiratoria.
Suya es la condición fugaz de la mirada,
suyo el viento, la herida, los desmoronamientos,
la luz deshabitada de los amaneceres.

Lo he visto mientras flotan
espacio y tiempo y nadie
en el insomnio amargo del ausente,
mientras arde en el mar oscuro del invierno
la llama azul del frío o la memoria.

Lo he visto en donde el mar devuelve sus ahogados,
donde invade el salitre una llaga de sombra
y la sal quema el aire con una llama blanca.

Por senderos con hielo y desventura
donde ha encendido el frío
sus lámparas de escarcha
y un vuelo de palomas en huida
escapa al sigiloso acecho de la noche
con su cuchillo oscuro de sombras sucesivas.

El viento estrecho y largo
que en penumbra clausura el trámite del día
pone tras las fronteras visibles de la tarde
un sello de estupor y una luz de gangrena.
Se para en el contorno
de un pájaro en silencio y un viento ya en reposo.

Ávida flecha aguda de viaje hacia la nieve.
El mundo es ya una llaga
que aúlla en el corazón negro de la bahía.

Lo he visto algunas tardes en un lugar salvaje
o en un jardín de hielo donde arde la memoria
y estalla la blancura lunar de los almendros.

Donde inventa la llama
el hiato sorprendido de la vida,
va de la lengua al ojo
y mide el territorio, la línea de frontera,
como un agrimensor la dimensión del miedo,
la extensión del vacío.

Cuando enero es un lento
destilado de escarcha en la tiniebla sorda,
sólo el viento habla fuera y apaga las antorchas,
frías tras las montañas azules del invierno.

Ya el lugar habitable de la ausencia
que presta con usura el dios del tiempo,
es una herida extensa que no restaña el día,
la incandescencia tenue
que el sol pone en invierno sobre las azoteas
y en el pulso abolido del paisaje.

Hay una luz de eclipse sobre el mundo,
la imprecisa torpeza con que nos hiere incierto
el arquero del tiempo,
esa inhábil ceguera de arquitecto de escombros
que despliega el recuerdo.

Lo he visto y me ha mirado.
Me está esperando un día de París y aguacero,
un jueves con Vallejo y niebla desolada.

Un día agazapado que yo ya no recuerdo,
un jueves que me mira
desde el reino incontable de los hielos.



De: Para explicar la nieve
Premio Ángaro de Poesía, 2009


SANTOS DOMÍNGUEZ RAMOS

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