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Gustavo Martín Garzo 05/08/2006
Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong", éste es el comienzo de uno de los libros más hermosos que existen. Y no sé por qué, pero siempre que vuelvo a leerlo, me acuerdo de la granja que tuvo mi padre, en el corazón de la comarca de Tierra de Campos. Era un paisaje presidido por el aire, de colores vivos y secos, en que la luz ondulaba sobre las cosas con la viva densidad del agua.
Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong", éste es el comienzo de uno de los libros más hermosos que existen. Y no sé por qué, pero siempre que vuelvo a leerlo, me acuerdo de la granja que tuvo mi padre, en el corazón de la comarca de Tierra de Campos. Era un paisaje presidido por el aire, de colores vivos y secos, en que la luz ondulaba sobre las cosas con la viva densidad del agua. Aunque lo mejor fueran sus noches. No he vuelto a ver cielos así. Las estrellas eran infinitas, y semejaban un polvo luminoso suspendido sobre el mundo, como un hechizo. Nuestra granja estaba en la vega del río Sequillo, en una zona de regadío, donde había pequeñas huertas, y cultivos de remolacha, alfalfa y maíz. Era una granja avícola, orientada sobre todo a la producción de huevos.
Corrían los años sesenta, y fue la época del desarrollo económico y de la llamada a la modernización de las explotaciones. La gallina autóctona no pasaba de dos o tres huevos a la semana, y la idea de mi padre era seleccionar a las más aptas para dedicarlas a la reproducción. Para ello, todas las gallinas llevaban en el ala o la pata una placa con un número, que permitía identificar a las mejores. Se las separaba entonces de sus compañeras y se las llevaba al gallinero, en que las esperaban los gallos que debían fecundarlas. Este gallinero estaba dividido en pequeñas salas, cada una a cargo de un gallo. Era la época de los pantalones cortos y más de una vez salimos de allí con las piernas ensangrentadas, pues los gallos marcan ferozmente su territorio y nos atacaban a picotazo limpio cuando nos veían entrar. Los gallos montaban a sus hembras con fingida indiferencia, y los huevos fecundados se llevaban a la incubadora. Empezaba entonces lo más bonito del proceso, pues 21 días después, al calor regular de las lámparas, aquellos huevos empezaban a romperse y al momento los pollitos nidífugos andaban corriendo y picoteando todo lo que se encontraban. Se separaban entonces las hembras de los machos y se criaban aquéllas hasta que crecían y se transformaban a su vez en ponedoras. La granja era ocupada entonces por una generación nueva, y mi padre estaba convencido de que la repetición del proceso daría lugar a una gallina distinta capaz de acercarse a la cifra utópica de un huevo diario. El razonamiento era impecable, pero los resultados no lo fueron tanto. Pues no estaba claro que las hijas de aquellas esforzadas hembras heredaran la abnegación y el ímpetu ponedor de sus madres. Y mi padre empezó a desesperarse, pues el mantenimiento de la granja era muy caro, y hubo unos años en que los precios de los huevos cayeron por los suelos. Además, aquel mundo, como todos, estaba lleno de aprovechados, y mi padre, un ser básicamente confiado, era una presa fácil. Acudían a la granja como enjambres. Le engañaban con el peso del pienso y de las cáscaras de piñón que se utilizaban para calentar los criaderos, y le engañaban con el precio de los huevos.
La situación empezaba a ser preocupante cuando irrumpieron en el mercado unas gallinas híbridas que venían de América y que ponían huevos sin parar. Los gallineros de mi padre eran limpios, amplios y hermosos, y hasta tenían un parque, rodeado de tela metálica, al que las gallinas, que vivían como auténticas marquesas, podían salir durante el día a airearse y rebuscar en la tierra. Pero la llegada de aquellas criaturas desangeladas e histéricas, auténticas proletarias de la puesta, acabó con la idea romántica de que cuanto mejor era el trato que se daba a las de su especie su producción era mayor. Un gallinero como los de mi padre, que a lo sumo había albergado a 500 gallinas de las suyas, podía contener en jaulas amontonadas a 5.000 de aquella nueva raza de híbridos. Sólo una mente diabólica podía haber concebido un ser así, que aun en las más humillantes condiciones era capaz de batir todas las marcas imaginables.
Aquello acabó con el sueño avícola de mi padre, que se negó a seguir unos métodos de producción que iban contra sus principios, y cerró los gallineros. La granja sin embargo estaba más hermosa que nunca, pues habían crecido los árboles que había plantado en aquel terreno yermo. Hizo una piscina, que se llenaba con agua del canal, y, a su alrededor, plantó sauces, acacias y todo tipo de árboles frutales. Diseñó él mismo un pequeño porche, y se pasaba las horas muertas en él. Nunca se bañó, pero le gustaba sentarse allí y vernos bañarnos a mi madre y a nosotros. La granja se hizo famosa en los pueblos de los alrededores, y convocaba, alrededor de la piscina, a numerosos veraneantes. Por las tardes hacíamos guateques, y bailábamos el twist y aquellas preciosas baladas francesas e italianas que entonces estaban de moda. Y, mientras nosotros crecíamos, mi padre se fue haciendo mayor. Cuando tenía la granja iba todas las tardes al pueblo para vigilarla; pero, como necesitaba dinero, terminó por venderla. Creo que esa venta fue uno de los hechos más dolorosos de su vida.
Vendió la granja, y dejó de viajar al pueblo. Entonces se aisló todavía más, y apenas se movía de casa, en que se pasaba los días sentado en su sillón de orejas, cada vez más ensimismado y silencioso, pidiéndonos que nos ocupáramos de nuestra madre, a la que siempre pensó que no había sabido hacer feliz, a pesar de haber sido el gran amor de su vida. Y un triste día, se murió. Murió él, pero su granja siguió viva en nuestro pensamiento. Han pasado los años y, cuando voy al mercado, todavía hoy me sorprendo ante los escaparates de las pollerías, contemplando los huevos. No hay perfección mayor. Representan el misterio de la vida, y han sido adorados por todas las culturas. Los egipcios los ponían junto a las momias, significando la esperanza del renacimiento, y, cuando los veo alineados en sus cartones, no puedo evitar acordarme de mi padre llevándoles en sus manos, como si guardaran una vida secreta cuyo desarrollo podía estimular la nuestra. ¡Qué mundo aquel, tan pobre, pequeño y lleno de locura! A veces, cuando pienso en esos años, y recuerdo a mi padre yendo y viniendo a los gallineros, me pregunto si su vida tuvo que ser así, si no se merecía otra cosa. Era dulce, elegante, tenía el poder de transformar todo lo que hacía en algo especial, como esos reyes del Mahabarata que dialogan con pájaros de oro y fuentes que cantan. De haber tenido su propio reino, habría sido justo y amado por todos. Sus discursos habrían consolado a su pueblo, y habría mandado construir para él jardines y fábricas hermosas, pues nunca aceptó la idea de que un edificio, se dedicara a lo que se dedicara, tuviera que ser sucio y feo. De hecho, su granja siempre pareció un juguete. Una casa de muñecas.
Pero, ahora que lo pienso, no es cierto que no llegara a reinar. Lo hizo en aquel mundo pequeño, y nosotros fuimos sus súbditos. Tenía algo de lo que los demás no sabían nada, y de él aprendimos que es preferible la generosidad al ahorro, la abnegación al egoísmo, el deseo de ser y saber al deseo de poder. Es extraña la muerte, nos arrebata lo que amamos, pero no su recuerdo. Y todavía hoy creo verle en aquel sillón de orejas, del que no se movió los últimos años de su vida, pensando en qué tenía que hacer para sacar adelante su granja. Y me parece que escribir novelas no es tan diferente a ocuparse de cosas así. Tener una granja al pie de las colinas de Ngong. Y entonces su fracaso me parece más hermoso que todos los éxitos; y me ayuda a entender el fracaso de mis propios proyectos insensatos.
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