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MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO 14/09/2011
El 15 de junio de 1966, L'Osservatore Romano publicó un comunicado de la Saghttp://www.blogger.com/img/blank.gifrada Congregación para la Doctrina de la Fe -sucesora de la Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición- en el que se daba por abolido, más de cuatro siglos después de su institución, el Index Librorum Prohibitorum. En el texto se advertía de que, aunque el Índice ya no tenía la fuerza de una ley eclesiástica positiva con sus penas asociadas, todavía mantenía su autoridad moral en lo referente a los libros que podían dañar la fe y las costumbres.
He recordado el Índice a propósito de la cada vez más nutrida lista de libros "cuestionados" (challenged) en las bibliotecas escolares estadounidenses por personas o grupos que consideran que su lectura puede dañar la fe y envenenar el alma de los jóvenes. La lista norteamericana sale a relucir cada año por estas fechas, porque es cuando se hacen públicas las obras de lectura obligada en los currículos escolares. Y, por tanto, cuando los espontáneos censores elevan a las autoridades sus escritos "cuestionándolas", un trámite que puede conducir a su prohibición o retirada.
Afortunadamente, la censura solo se hace efectiva en pocas ocasiones, generalmente en un ámbito local (un condado) o en un colegio o instituto determinado. Entre otras cosas, porque la democracia norteamericana ha generado instituciones y organismos que, a su vez, cuestionan los motivos de los censores y defienden con fuerza los principios y valores protegidos por la Primera Enmienda. Una de esas instituciones (patrocinada por la influyente Asociación Americana de Bibliotecarios) es la Banned Books Week, un encuentro anual -el próximo se celebrará a finales de septiembre- en el que participan libreros, bibliotecarios, profesores, asociaciones de padres y otros colectivos, y en el que, además de celebrar y promover la libertad de lectura, se defiende el derecho de los centros de enseñanza y de los maestros a proponer a sus alumnos los libros que les parezcan convenientes para su formación. El lema de los adversarios de la censura podría perfectamente ser la célebre frase que hace siglo y medio John Stuart Mill escribió en Sobre la libertad: "Si toda la humanidad menos una persona fuera de una opinión, y solo esa persona fuera de la opinión contraria, la humanidad no tendría más justificación para acallar a esa persona que la que esta tendría para callar a la humanidad". La censura, opinaba el filósofo y economista británico, constituye una especie de robo que se le hace a la raza humana.
La lista de los libros "cuestionados" -y en algunos sitios retirados- no hace excepción de géneros o de épocas. En ella figuran clásicos antiguos o modernos como Las aventuras de Huckleberry Finn (Mark Twain), Matar a un ruiseñor (Harper Lee), o Un mundo feliz (Aldous Huxley), además de best sellers juveniles como Crepúsculo (Stephenie Meyer) o álbumes infantiles como Tres con tango (Justin Richardson y Peter Parnell). Los pretextos aducidos por los censores van desde "uso de lenguaje inapropiado" hasta "violencia", pasando por "anticapitalismo", "sexo explícito", "homosexualidad" e "irreligiosidad". Pero lo que más les irrita es, sin duda, el que los profesores y bibliotecarios puedan ejercer la libertad que, como educadores, precisan. Este curso -en el que Estados Unidos sigue en guerra- una de las obras "cuestionadas" ha sido la estupenda sátira antibelicista Matadero cinco (Kurt Vonnegut).
Resulta irónico hasta lo grotesco que en un país como Estados Unidos, en el que adolescentes y "jóvenes adultos" disponen de acceso ilimitado a toda una panoplia de medios de comunicación y redes sociales, todavía haya censores dispuestos a limitar el acceso a esa forma privilegiada de conocimiento que proporciona el libro. Gentes que gustosamente plantarían ante la puerta de los centros educativos y de las bibliotecas un cartel que, como el clásico de ¡Cuidado con el perro!, advirtiera de los peligros de leer.
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