http://www.elpais.com/articulo/ultima/Conversacion/elpepiult/20111116elpepiult_2/Tes?print=1http://www.blogger.com/img/blank.gif
ELVIRA LINDO 16/11/2011
Tanto amor por los libros, dice tener, aunque eso no implique respeto a quien los crea. No me refiero solo respeto hacia quien de manera insensata y disciplinada se empeña en inventar historias, sino a quien las corrige, diseña las portadas, al ilustrador, al editor, y sí, al empresario. Cuánta preocupación por el futuro de los libros quiere mostrar mi interlocutora al preguntarme, poniéndome la mano sobre el brazo como si me anticipara un pésame, por el libro electrónico. Yo le contesto, con cierto desapego, huyendo de consideraciones lapidarias, que estoy segura de que los dos formatos serán compatibles, que hasta que no se demuestre lo contrario la industria editorial española está haciendo frente a la crisis con dignidad, y que solo los que hablan sin saber ignoran que la cultura es uno de los potenciales económicos de un país como el nuestro, tan carente de otras fuentes de riqueza.
La veo decepcionada, como a otros periodistas le gustaría que yo hubiera optado por ese discurso apocalíptico que tanto se celebra en las redes sociales. Pero no. Prefiero decepcionarla. Hasta que no se demuestre lo contrario hay un montón de gente ahí abajo, en el metro, sumergiéndose en libros tremendos de camino al trabajo. ¿Es ese el fin de la literatura? Lo dudo. El asunto del fin de la literatura es un recurso al que de tanto en tanto echan mano los suplementos culturales para llenar espacio. He dicho.
La conversación se centra ahora, por fortuna, en libros concretos y no en conceptos abstractos. Es entonces, cuando esta madame Bovary de nuestros días me habla de las novelas (no diré títulos) que se ha descargado gratis: "tampoco [dice en un tono de cariñoso desprecio] merecían tanto la pena como para comprarlas". Personas como tú, pienso yo, son las que me vuelven catastrofista. Y no se lo digo, pero se lo pienso en su misma cara.
lunes, 26 de diciembre de 2011
miércoles, 7 de diciembre de 2011
viernes, 4 de noviembre de 2011
miércoles, 19 de octubre de 2011
Pasiones bibliotecarias
http://www.elpais.com/articulo/cultura/Pasiones/bibliotecarias/elpepicul/20111019elpepicul_3/Tes?print=1
MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO 19/10/2011
http://www.blogger.com/img/blank.gif
Escudriño los anaqueles atiborrados de volúmenes (tengo, falta, falta, tengo) fotografiados en las páginas de Donde se guardan los libros (Siruela), la última incursión de Jesús Marchamalo por las bibliotecas de notables escritores vivos, mientras me pregunto cómo sería esta obra si se escribiera y publicara dentro de medio siglo, cuando las tecnologías de la lectura hayan reducido el libro analógico a objeto de semilujo, como una especie de excepción a la (entonces más que probable) regla digital. Incluso ahora, lejos todavía de ese escenario, y cuando la mayoría de sus propietarios no dispone de tabletas lectoras, esas cercanas bibliotecas de amigos y conocidos ya tienen algo de pleistocénicas, como de vitrinas de anticuario repletas de atrabiliarios artefactos, como de barracas de feria en que se exhibe un saber remoto, lento y obstinado, quizá redundante, en todo caso desmesurado e inabarcable.
José Gaos decía que una biblioteca personal no era, en realidad, más que un proyecto de lectura, una declaración de intenciones acerca de todo lo que su propietario pensaba leer o releer o revisitar en el resto de su vida. Dejémonos de malentendidos: en toda biblioteca privada que merezca ese nombre hay -y debe haber- muchos, muchísimos más libros de los que su propietario leerá a lo largo de su existencia. Si uno no adquiriera el siguiente hasta haber terminado el anterior, la industria editorial habría desaparecido hace unos cien años, justo cuando comenzó a despegar como negocio digno de tal nombre: como todas las que fabrican bienes culturales, la de los libros también subsiste merced a los frecuentes caprichos ("impulsos" lo llaman los mercadotécnicos) y reiterados autoengaños de sus consumidores.
Por lo demás, cualquier biblioteca individual suficientemente poblada alberga tantos vestigios de la biografía de su dueño como restos prehistóricos los estratos de la garganta de Olduvai. En los anaqueles más inaccesibles (o en la polvorienta fila interior) de la que serpentea por las paredes de mi casa, por ejemplo, podrían encontrarse desde novelas ilustradas de Salgari y tebeos de Mandrake el Mago, obsequiados por mis padres en lejanísimas convalecencias de tos y jarabe, hasta marxismos-leninismos (y anarquismos, y reiterados volúmenes sobre drogas liberadoras, técnicas sexuales "modernas" y demás kamasutras, antipsiquiatría, cancioneros de Janis Joplin y tomos encuadernados de Film Ideal) subrayados o anotados con la pasión intransigente del converso que cree que, por fin, entiende de qué va el mundo.
Almacenar libros puede ser también (pero uno nunca lo sabe hasta más tarde) una pasión autobiográfica, la lenta construcción de una abultada crónica de lo que uno ha sido y de lo que uno quería ser. En cierto sentido, una historia intelectual de su curiosidad. Por eso se hace tan difícil el expurgo, la poda, el desbroce: los cada vez más meritorios (y precarios) bibliotecarios profesionales, que en las dos últimas décadas se han enfrentado a profundos cambios en su entorno laboral y en la concepción misma de su admirable oficio, utilizan metáforas agrícolas o jardineras (weeding, en inglés, désherbage, en francés) para designar eufemísticamente la tremenda operación de suprimir libros con objeto de dar espacio a los recién llegados. Algo diferente, en todo caso, a lo que les sucede a los propietarios de las bibliotecas inventariadas por el minucioso inspector Marchamalo, para los que, seguramente, resulta más sencillo e incruento desprenderse de lo más nuevo, de lo que aún no está enraizado en su biografía sentimental y profesional. Llega un momento en que uno comprende no solo que el saber ocupa lugar, sino también que hay saberes que ya no interesan y otros que sí, pero que no pueden caber en ningún libro, porque son de algún modo intransferibles y, quizá, inefables. Sucede cuando uno se va haciendo mayor y contempla su biblioteca con la misma perplejidad que un arquitecto el edificio que un día esbozó en una servilleta de papel.
MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO 19/10/2011
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Escudriño los anaqueles atiborrados de volúmenes (tengo, falta, falta, tengo) fotografiados en las páginas de Donde se guardan los libros (Siruela), la última incursión de Jesús Marchamalo por las bibliotecas de notables escritores vivos, mientras me pregunto cómo sería esta obra si se escribiera y publicara dentro de medio siglo, cuando las tecnologías de la lectura hayan reducido el libro analógico a objeto de semilujo, como una especie de excepción a la (entonces más que probable) regla digital. Incluso ahora, lejos todavía de ese escenario, y cuando la mayoría de sus propietarios no dispone de tabletas lectoras, esas cercanas bibliotecas de amigos y conocidos ya tienen algo de pleistocénicas, como de vitrinas de anticuario repletas de atrabiliarios artefactos, como de barracas de feria en que se exhibe un saber remoto, lento y obstinado, quizá redundante, en todo caso desmesurado e inabarcable.
José Gaos decía que una biblioteca personal no era, en realidad, más que un proyecto de lectura, una declaración de intenciones acerca de todo lo que su propietario pensaba leer o releer o revisitar en el resto de su vida. Dejémonos de malentendidos: en toda biblioteca privada que merezca ese nombre hay -y debe haber- muchos, muchísimos más libros de los que su propietario leerá a lo largo de su existencia. Si uno no adquiriera el siguiente hasta haber terminado el anterior, la industria editorial habría desaparecido hace unos cien años, justo cuando comenzó a despegar como negocio digno de tal nombre: como todas las que fabrican bienes culturales, la de los libros también subsiste merced a los frecuentes caprichos ("impulsos" lo llaman los mercadotécnicos) y reiterados autoengaños de sus consumidores.
Por lo demás, cualquier biblioteca individual suficientemente poblada alberga tantos vestigios de la biografía de su dueño como restos prehistóricos los estratos de la garganta de Olduvai. En los anaqueles más inaccesibles (o en la polvorienta fila interior) de la que serpentea por las paredes de mi casa, por ejemplo, podrían encontrarse desde novelas ilustradas de Salgari y tebeos de Mandrake el Mago, obsequiados por mis padres en lejanísimas convalecencias de tos y jarabe, hasta marxismos-leninismos (y anarquismos, y reiterados volúmenes sobre drogas liberadoras, técnicas sexuales "modernas" y demás kamasutras, antipsiquiatría, cancioneros de Janis Joplin y tomos encuadernados de Film Ideal) subrayados o anotados con la pasión intransigente del converso que cree que, por fin, entiende de qué va el mundo.
Almacenar libros puede ser también (pero uno nunca lo sabe hasta más tarde) una pasión autobiográfica, la lenta construcción de una abultada crónica de lo que uno ha sido y de lo que uno quería ser. En cierto sentido, una historia intelectual de su curiosidad. Por eso se hace tan difícil el expurgo, la poda, el desbroce: los cada vez más meritorios (y precarios) bibliotecarios profesionales, que en las dos últimas décadas se han enfrentado a profundos cambios en su entorno laboral y en la concepción misma de su admirable oficio, utilizan metáforas agrícolas o jardineras (weeding, en inglés, désherbage, en francés) para designar eufemísticamente la tremenda operación de suprimir libros con objeto de dar espacio a los recién llegados. Algo diferente, en todo caso, a lo que les sucede a los propietarios de las bibliotecas inventariadas por el minucioso inspector Marchamalo, para los que, seguramente, resulta más sencillo e incruento desprenderse de lo más nuevo, de lo que aún no está enraizado en su biografía sentimental y profesional. Llega un momento en que uno comprende no solo que el saber ocupa lugar, sino también que hay saberes que ya no interesan y otros que sí, pero que no pueden caber en ningún libro, porque son de algún modo intransferibles y, quizá, inefables. Sucede cuando uno se va haciendo mayor y contempla su biblioteca con la misma perplejidad que un arquitecto el edificio que un día esbozó en una servilleta de papel.
sábado, 15 de octubre de 2011
Buenas noches Czeslaw Milosz
No hay trabajos. Ya no tengo que ser profundo.
Ya no tengo que ser artísticamente perfecto,
Ni sublime, ni edificante.
Cavilo un poco, y digo: “Corriste mucho,
Pero está bien, era lo que había que hacer”.
Y ahora la música de los mundos me transforma.
Mi planeta entra en una casa diferente.
Árboles y jardines se hacen más nítidos.
Una tras otra las filosofías desaparecen.
Todo es más ligero pero no menos extraño.
Salsas, vinos de cosecha, platos de carne.
Hablamos un poco de las ferias de pueblo,http://www.blogger.com/img/blank.gif
De viajes en una carreta que deja tras sí una nube de polvo,
De cómo fueron una vez los ríos, de lo que es el aroma del cálamo.
Eso es mejor que examinar tus propios sueños.
Y entretanto ha llegado. Está aquí, invisible.
Quién sabe cómo se presentó aquí, en todas partes.
Pero que otros se ocupen de ella. Esta vez hago novillos.
Buona notte. Ciao. Adiós.
(Traducción de Nacho Fernández)
http://www.revistaparaleer.com/revista-ene/parrafo/150
martes, 27 de septiembre de 2011
Cuidado con el libro
http://www.elpais.com/articulo/cultura/Cuidado/libro/elpepicul/20110914elpepicul_5/Tes?print=1
MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO 14/09/2011
El 15 de junio de 1966, L'Osservatore Romano publicó un comunicado de la Saghttp://www.blogger.com/img/blank.gifrada Congregación para la Doctrina de la Fe -sucesora de la Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición- en el que se daba por abolido, más de cuatro siglos después de su institución, el Index Librorum Prohibitorum. En el texto se advertía de que, aunque el Índice ya no tenía la fuerza de una ley eclesiástica positiva con sus penas asociadas, todavía mantenía su autoridad moral en lo referente a los libros que podían dañar la fe y las costumbres.
He recordado el Índice a propósito de la cada vez más nutrida lista de libros "cuestionados" (challenged) en las bibliotecas escolares estadounidenses por personas o grupos que consideran que su lectura puede dañar la fe y envenenar el alma de los jóvenes. La lista norteamericana sale a relucir cada año por estas fechas, porque es cuando se hacen públicas las obras de lectura obligada en los currículos escolares. Y, por tanto, cuando los espontáneos censores elevan a las autoridades sus escritos "cuestionándolas", un trámite que puede conducir a su prohibición o retirada.
Afortunadamente, la censura solo se hace efectiva en pocas ocasiones, generalmente en un ámbito local (un condado) o en un colegio o instituto determinado. Entre otras cosas, porque la democracia norteamericana ha generado instituciones y organismos que, a su vez, cuestionan los motivos de los censores y defienden con fuerza los principios y valores protegidos por la Primera Enmienda. Una de esas instituciones (patrocinada por la influyente Asociación Americana de Bibliotecarios) es la Banned Books Week, un encuentro anual -el próximo se celebrará a finales de septiembre- en el que participan libreros, bibliotecarios, profesores, asociaciones de padres y otros colectivos, y en el que, además de celebrar y promover la libertad de lectura, se defiende el derecho de los centros de enseñanza y de los maestros a proponer a sus alumnos los libros que les parezcan convenientes para su formación. El lema de los adversarios de la censura podría perfectamente ser la célebre frase que hace siglo y medio John Stuart Mill escribió en Sobre la libertad: "Si toda la humanidad menos una persona fuera de una opinión, y solo esa persona fuera de la opinión contraria, la humanidad no tendría más justificación para acallar a esa persona que la que esta tendría para callar a la humanidad". La censura, opinaba el filósofo y economista británico, constituye una especie de robo que se le hace a la raza humana.
La lista de los libros "cuestionados" -y en algunos sitios retirados- no hace excepción de géneros o de épocas. En ella figuran clásicos antiguos o modernos como Las aventuras de Huckleberry Finn (Mark Twain), Matar a un ruiseñor (Harper Lee), o Un mundo feliz (Aldous Huxley), además de best sellers juveniles como Crepúsculo (Stephenie Meyer) o álbumes infantiles como Tres con tango (Justin Richardson y Peter Parnell). Los pretextos aducidos por los censores van desde "uso de lenguaje inapropiado" hasta "violencia", pasando por "anticapitalismo", "sexo explícito", "homosexualidad" e "irreligiosidad". Pero lo que más les irrita es, sin duda, el que los profesores y bibliotecarios puedan ejercer la libertad que, como educadores, precisan. Este curso -en el que Estados Unidos sigue en guerra- una de las obras "cuestionadas" ha sido la estupenda sátira antibelicista Matadero cinco (Kurt Vonnegut).
Resulta irónico hasta lo grotesco que en un país como Estados Unidos, en el que adolescentes y "jóvenes adultos" disponen de acceso ilimitado a toda una panoplia de medios de comunicación y redes sociales, todavía haya censores dispuestos a limitar el acceso a esa forma privilegiada de conocimiento que proporciona el libro. Gentes que gustosamente plantarían ante la puerta de los centros educativos y de las bibliotecas un cartel que, como el clásico de ¡Cuidado con el perro!, advirtiera de los peligros de leer.
© EDICIONES EL PAÍS S.L. - Miguel Yuste 40 - 28037 Madrid [España] - Tel. 91 337 8200
MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO 14/09/2011
El 15 de junio de 1966, L'Osservatore Romano publicó un comunicado de la Saghttp://www.blogger.com/img/blank.gifrada Congregación para la Doctrina de la Fe -sucesora de la Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición- en el que se daba por abolido, más de cuatro siglos después de su institución, el Index Librorum Prohibitorum. En el texto se advertía de que, aunque el Índice ya no tenía la fuerza de una ley eclesiástica positiva con sus penas asociadas, todavía mantenía su autoridad moral en lo referente a los libros que podían dañar la fe y las costumbres.
He recordado el Índice a propósito de la cada vez más nutrida lista de libros "cuestionados" (challenged) en las bibliotecas escolares estadounidenses por personas o grupos que consideran que su lectura puede dañar la fe y envenenar el alma de los jóvenes. La lista norteamericana sale a relucir cada año por estas fechas, porque es cuando se hacen públicas las obras de lectura obligada en los currículos escolares. Y, por tanto, cuando los espontáneos censores elevan a las autoridades sus escritos "cuestionándolas", un trámite que puede conducir a su prohibición o retirada.
Afortunadamente, la censura solo se hace efectiva en pocas ocasiones, generalmente en un ámbito local (un condado) o en un colegio o instituto determinado. Entre otras cosas, porque la democracia norteamericana ha generado instituciones y organismos que, a su vez, cuestionan los motivos de los censores y defienden con fuerza los principios y valores protegidos por la Primera Enmienda. Una de esas instituciones (patrocinada por la influyente Asociación Americana de Bibliotecarios) es la Banned Books Week, un encuentro anual -el próximo se celebrará a finales de septiembre- en el que participan libreros, bibliotecarios, profesores, asociaciones de padres y otros colectivos, y en el que, además de celebrar y promover la libertad de lectura, se defiende el derecho de los centros de enseñanza y de los maestros a proponer a sus alumnos los libros que les parezcan convenientes para su formación. El lema de los adversarios de la censura podría perfectamente ser la célebre frase que hace siglo y medio John Stuart Mill escribió en Sobre la libertad: "Si toda la humanidad menos una persona fuera de una opinión, y solo esa persona fuera de la opinión contraria, la humanidad no tendría más justificación para acallar a esa persona que la que esta tendría para callar a la humanidad". La censura, opinaba el filósofo y economista británico, constituye una especie de robo que se le hace a la raza humana.
La lista de los libros "cuestionados" -y en algunos sitios retirados- no hace excepción de géneros o de épocas. En ella figuran clásicos antiguos o modernos como Las aventuras de Huckleberry Finn (Mark Twain), Matar a un ruiseñor (Harper Lee), o Un mundo feliz (Aldous Huxley), además de best sellers juveniles como Crepúsculo (Stephenie Meyer) o álbumes infantiles como Tres con tango (Justin Richardson y Peter Parnell). Los pretextos aducidos por los censores van desde "uso de lenguaje inapropiado" hasta "violencia", pasando por "anticapitalismo", "sexo explícito", "homosexualidad" e "irreligiosidad". Pero lo que más les irrita es, sin duda, el que los profesores y bibliotecarios puedan ejercer la libertad que, como educadores, precisan. Este curso -en el que Estados Unidos sigue en guerra- una de las obras "cuestionadas" ha sido la estupenda sátira antibelicista Matadero cinco (Kurt Vonnegut).
Resulta irónico hasta lo grotesco que en un país como Estados Unidos, en el que adolescentes y "jóvenes adultos" disponen de acceso ilimitado a toda una panoplia de medios de comunicación y redes sociales, todavía haya censores dispuestos a limitar el acceso a esa forma privilegiada de conocimiento que proporciona el libro. Gentes que gustosamente plantarían ante la puerta de los centros educativos y de las bibliotecas un cartel que, como el clásico de ¡Cuidado con el perro!, advirtiera de los peligros de leer.
© EDICIONES EL PAÍS S.L. - Miguel Yuste 40 - 28037 Madrid [España] - Tel. 91 337 8200
jueves, 23 de junio de 2011
Músicas azules
http://www.elboomeran.com/blog-post/11/10927/vicente-verdu/musicas-azules/
La novela es un género de la literatura, hoy mostrenco; pero la poesía, sin género alguno, es la literatura. De ahí que si las novelas sean cada vez peores, elefantiásicas, falsas o periodísticas (salvo excepciones), los poemas sigan luciendo, sorprendiendo y volteando al mundo.
La poesía, sin embargo, es tan irreemplazable como las venas, la inteligencia o la sensualidad
Un programa de Radio Nacional, Estación azul, que ya ha cumplido diez años, se sintoniza ahora, a las cuatro de la tarde de los sábados, acogiendo ese efecto primordial. Javier Lostalé que aparece como colaborador, posee una voz tan especial, sabia y perenne que llama a la atención desde muy lejos. Ahora trabaja después del almuerzo y es quien, con otros colegas más, sirve esta pieza que nos llena de cielo y agua la sobremesa.
No pocas novedades de las tecnologías de la comunicación han chocado con Javier Lostalé y contra mí mismo pero curiosamente, este programa de la radiofonía, lleno de poetas jóvenes viene a ser un inesperado reencuentro con el pasado, el presente y el porvenir.
Por eso cabe decir que si la novela es un género dentro de la literatura, tal como el vals dentro de la música, la poesía es la música misma. Algunos de nosotros, gentes de mal oído y de escasa melomanía, somos muy capaces de vivir sin música/música pero la explicación radica en que la música, cuestión de vida o muerte, nos llega mediante la secuencia sonora que ofrece la poesía.
Prácticamente todos los jóvenes que acuden a la Estación azul son amantes o adictos de la música porque, en efecto, la música es hoy todo. Y, estando vivos, hasta la respiración, no ya el canturreo, se confunde con una u otra melodía.
Sin embargo, esta pasión resbala fácilmente hacia el son de la poesía. Puede que unos sean más aficionados a las notas que a las sílabas, que redacten con mayor facilidad una nota pero, efectivamente, de estos impulsos, breves y llameantes, se compone el arte y la comunicación de hoy. La comunicación poética que hilvana todos los tiempos.
Una chica, Luna Miguel, que nació en Alcalá de Henares hace apenas 21 años es la poeta a quien recuerdo mientras escribo. Ella fue la última o la penúltima a la que escuché recitar dos de sus poemas en una reciente emisión de la Estación azul y fue entonces cuando decidí apearme y dar las gracias.
No necesitan posiblemente más apoyo. El programa ha ganado un montón de premios y no requiere más inyecciones de salud; es la salud de los demás a la que me refiero. Si el libro se acaba, si el papel se desvanece, si la escritura se degrada ¿qué quedará del arte literario? Probablemente muy poco de aquel que tenga que ver con la narración porque ya, a estas alturas, muchos otros medios cuentan las cosas mejor, con más tino, verdad, velocidad y eficiencia.
La poesía, sin embargo, es tan irreemplazable como las venas, la inteligencia o la sensualidad. De este universo, Luna Miguel (hija de un profesor de literatura y de una modesta editora) compone unos versos que nunca se nos ocurrirían a las gentes de mi generación ni de la siguiente ni de la anterior pero que son el lenguaje que mejor entendemos.
Editoriales menuda como El cangrejo pistolero o Pliegos Chichimeca bortan entre los entresijos de la nueva cultura y al lado de revistas como El coloquio de los perros o La bella Varsovia. Podría decirse que estos tipos están chalados. Están chiflados los títulos y las cabeceras que escogen. Pero, ciertamente, al poner atención a lo que escriben, verso tras verso, sus delirios se saborean como golosinas de primera calidad. Músicas azules para nosotros los viejos y sordos de la música.
La novela es un género de la literatura, hoy mostrenco; pero la poesía, sin género alguno, es la literatura. De ahí que si las novelas sean cada vez peores, elefantiásicas, falsas o periodísticas (salvo excepciones), los poemas sigan luciendo, sorprendiendo y volteando al mundo.
[Publicado el 16/6/2011 a las 10:50
La novela es un género de la literatura, hoy mostrenco; pero la poesía, sin género alguno, es la literatura. De ahí que si las novelas sean cada vez peores, elefantiásicas, falsas o periodísticas (salvo excepciones), los poemas sigan luciendo, sorprendiendo y volteando al mundo.
La poesía, sin embargo, es tan irreemplazable como las venas, la inteligencia o la sensualidad
Un programa de Radio Nacional, Estación azul, que ya ha cumplido diez años, se sintoniza ahora, a las cuatro de la tarde de los sábados, acogiendo ese efecto primordial. Javier Lostalé que aparece como colaborador, posee una voz tan especial, sabia y perenne que llama a la atención desde muy lejos. Ahora trabaja después del almuerzo y es quien, con otros colegas más, sirve esta pieza que nos llena de cielo y agua la sobremesa.
No pocas novedades de las tecnologías de la comunicación han chocado con Javier Lostalé y contra mí mismo pero curiosamente, este programa de la radiofonía, lleno de poetas jóvenes viene a ser un inesperado reencuentro con el pasado, el presente y el porvenir.
Por eso cabe decir que si la novela es un género dentro de la literatura, tal como el vals dentro de la música, la poesía es la música misma. Algunos de nosotros, gentes de mal oído y de escasa melomanía, somos muy capaces de vivir sin música/música pero la explicación radica en que la música, cuestión de vida o muerte, nos llega mediante la secuencia sonora que ofrece la poesía.
Prácticamente todos los jóvenes que acuden a la Estación azul son amantes o adictos de la música porque, en efecto, la música es hoy todo. Y, estando vivos, hasta la respiración, no ya el canturreo, se confunde con una u otra melodía.
Sin embargo, esta pasión resbala fácilmente hacia el son de la poesía. Puede que unos sean más aficionados a las notas que a las sílabas, que redacten con mayor facilidad una nota pero, efectivamente, de estos impulsos, breves y llameantes, se compone el arte y la comunicación de hoy. La comunicación poética que hilvana todos los tiempos.
Una chica, Luna Miguel, que nació en Alcalá de Henares hace apenas 21 años es la poeta a quien recuerdo mientras escribo. Ella fue la última o la penúltima a la que escuché recitar dos de sus poemas en una reciente emisión de la Estación azul y fue entonces cuando decidí apearme y dar las gracias.
No necesitan posiblemente más apoyo. El programa ha ganado un montón de premios y no requiere más inyecciones de salud; es la salud de los demás a la que me refiero. Si el libro se acaba, si el papel se desvanece, si la escritura se degrada ¿qué quedará del arte literario? Probablemente muy poco de aquel que tenga que ver con la narración porque ya, a estas alturas, muchos otros medios cuentan las cosas mejor, con más tino, verdad, velocidad y eficiencia.
La poesía, sin embargo, es tan irreemplazable como las venas, la inteligencia o la sensualidad. De este universo, Luna Miguel (hija de un profesor de literatura y de una modesta editora) compone unos versos que nunca se nos ocurrirían a las gentes de mi generación ni de la siguiente ni de la anterior pero que son el lenguaje que mejor entendemos.
Editoriales menuda como El cangrejo pistolero o Pliegos Chichimeca bortan entre los entresijos de la nueva cultura y al lado de revistas como El coloquio de los perros o La bella Varsovia. Podría decirse que estos tipos están chalados. Están chiflados los títulos y las cabeceras que escogen. Pero, ciertamente, al poner atención a lo que escriben, verso tras verso, sus delirios se saborean como golosinas de primera calidad. Músicas azules para nosotros los viejos y sordos de la música.
La novela es un género de la literatura, hoy mostrenco; pero la poesía, sin género alguno, es la literatura. De ahí que si las novelas sean cada vez peores, elefantiásicas, falsas o periodísticas (salvo excepciones), los poemas sigan luciendo, sorprendiendo y volteando al mundo.
[Publicado el 16/6/2011 a las 10:50
sábado, 5 de marzo de 2011
Las colinas de Ngong
http://www.elpais.com/articulo/revista/agosto/colinas/Ngong/elpporcul/20060805elpepirdv_30/Tes
Gustavo Martín Garzo 05/08/2006
Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong", éste es el comienzo de uno de los libros más hermosos que existen. Y no sé por qué, pero siempre que vuelvo a leerlo, me acuerdo de la granja que tuvo mi padre, en el corazón de la comarca de Tierra de Campos. Era un paisaje presidido por el aire, de colores vivos y secos, en que la luz ondulaba sobre las cosas con la viva densidad del agua.
Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong", éste es el comienzo de uno de los libros más hermosos que existen. Y no sé por qué, pero siempre que vuelvo a leerlo, me acuerdo de la granja que tuvo mi padre, en el corazón de la comarca de Tierra de Campos. Era un paisaje presidido por el aire, de colores vivos y secos, en que la luz ondulaba sobre las cosas con la viva densidad del agua. Aunque lo mejor fueran sus noches. No he vuelto a ver cielos así. Las estrellas eran infinitas, y semejaban un polvo luminoso suspendido sobre el mundo, como un hechizo. Nuestra granja estaba en la vega del río Sequillo, en una zona de regadío, donde había pequeñas huertas, y cultivos de remolacha, alfalfa y maíz. Era una granja avícola, orientada sobre todo a la producción de huevos.
Corrían los años sesenta, y fue la época del desarrollo económico y de la llamada a la modernización de las explotaciones. La gallina autóctona no pasaba de dos o tres huevos a la semana, y la idea de mi padre era seleccionar a las más aptas para dedicarlas a la reproducción. Para ello, todas las gallinas llevaban en el ala o la pata una placa con un número, que permitía identificar a las mejores. Se las separaba entonces de sus compañeras y se las llevaba al gallinero, en que las esperaban los gallos que debían fecundarlas. Este gallinero estaba dividido en pequeñas salas, cada una a cargo de un gallo. Era la época de los pantalones cortos y más de una vez salimos de allí con las piernas ensangrentadas, pues los gallos marcan ferozmente su territorio y nos atacaban a picotazo limpio cuando nos veían entrar. Los gallos montaban a sus hembras con fingida indiferencia, y los huevos fecundados se llevaban a la incubadora. Empezaba entonces lo más bonito del proceso, pues 21 días después, al calor regular de las lámparas, aquellos huevos empezaban a romperse y al momento los pollitos nidífugos andaban corriendo y picoteando todo lo que se encontraban. Se separaban entonces las hembras de los machos y se criaban aquéllas hasta que crecían y se transformaban a su vez en ponedoras. La granja era ocupada entonces por una generación nueva, y mi padre estaba convencido de que la repetición del proceso daría lugar a una gallina distinta capaz de acercarse a la cifra utópica de un huevo diario. El razonamiento era impecable, pero los resultados no lo fueron tanto. Pues no estaba claro que las hijas de aquellas esforzadas hembras heredaran la abnegación y el ímpetu ponedor de sus madres. Y mi padre empezó a desesperarse, pues el mantenimiento de la granja era muy caro, y hubo unos años en que los precios de los huevos cayeron por los suelos. Además, aquel mundo, como todos, estaba lleno de aprovechados, y mi padre, un ser básicamente confiado, era una presa fácil. Acudían a la granja como enjambres. Le engañaban con el peso del pienso y de las cáscaras de piñón que se utilizaban para calentar los criaderos, y le engañaban con el precio de los huevos.
La situación empezaba a ser preocupante cuando irrumpieron en el mercado unas gallinas híbridas que venían de América y que ponían huevos sin parar. Los gallineros de mi padre eran limpios, amplios y hermosos, y hasta tenían un parque, rodeado de tela metálica, al que las gallinas, que vivían como auténticas marquesas, podían salir durante el día a airearse y rebuscar en la tierra. Pero la llegada de aquellas criaturas desangeladas e histéricas, auténticas proletarias de la puesta, acabó con la idea romántica de que cuanto mejor era el trato que se daba a las de su especie su producción era mayor. Un gallinero como los de mi padre, que a lo sumo había albergado a 500 gallinas de las suyas, podía contener en jaulas amontonadas a 5.000 de aquella nueva raza de híbridos. Sólo una mente diabólica podía haber concebido un ser así, que aun en las más humillantes condiciones era capaz de batir todas las marcas imaginables.
Aquello acabó con el sueño avícola de mi padre, que se negó a seguir unos métodos de producción que iban contra sus principios, y cerró los gallineros. La granja sin embargo estaba más hermosa que nunca, pues habían crecido los árboles que había plantado en aquel terreno yermo. Hizo una piscina, que se llenaba con agua del canal, y, a su alrededor, plantó sauces, acacias y todo tipo de árboles frutales. Diseñó él mismo un pequeño porche, y se pasaba las horas muertas en él. Nunca se bañó, pero le gustaba sentarse allí y vernos bañarnos a mi madre y a nosotros. La granja se hizo famosa en los pueblos de los alrededores, y convocaba, alrededor de la piscina, a numerosos veraneantes. Por las tardes hacíamos guateques, y bailábamos el twist y aquellas preciosas baladas francesas e italianas que entonces estaban de moda. Y, mientras nosotros crecíamos, mi padre se fue haciendo mayor. Cuando tenía la granja iba todas las tardes al pueblo para vigilarla; pero, como necesitaba dinero, terminó por venderla. Creo que esa venta fue uno de los hechos más dolorosos de su vida.
Vendió la granja, y dejó de viajar al pueblo. Entonces se aisló todavía más, y apenas se movía de casa, en que se pasaba los días sentado en su sillón de orejas, cada vez más ensimismado y silencioso, pidiéndonos que nos ocupáramos de nuestra madre, a la que siempre pensó que no había sabido hacer feliz, a pesar de haber sido el gran amor de su vida. Y un triste día, se murió. Murió él, pero su granja siguió viva en nuestro pensamiento. Han pasado los años y, cuando voy al mercado, todavía hoy me sorprendo ante los escaparates de las pollerías, contemplando los huevos. No hay perfección mayor. Representan el misterio de la vida, y han sido adorados por todas las culturas. Los egipcios los ponían junto a las momias, significando la esperanza del renacimiento, y, cuando los veo alineados en sus cartones, no puedo evitar acordarme de mi padre llevándoles en sus manos, como si guardaran una vida secreta cuyo desarrollo podía estimular la nuestra. ¡Qué mundo aquel, tan pobre, pequeño y lleno de locura! A veces, cuando pienso en esos años, y recuerdo a mi padre yendo y viniendo a los gallineros, me pregunto si su vida tuvo que ser así, si no se merecía otra cosa. Era dulce, elegante, tenía el poder de transformar todo lo que hacía en algo especial, como esos reyes del Mahabarata que dialogan con pájaros de oro y fuentes que cantan. De haber tenido su propio reino, habría sido justo y amado por todos. Sus discursos habrían consolado a su pueblo, y habría mandado construir para él jardines y fábricas hermosas, pues nunca aceptó la idea de que un edificio, se dedicara a lo que se dedicara, tuviera que ser sucio y feo. De hecho, su granja siempre pareció un juguete. Una casa de muñecas.
Pero, ahora que lo pienso, no es cierto que no llegara a reinar. Lo hizo en aquel mundo pequeño, y nosotros fuimos sus súbditos. Tenía algo de lo que los demás no sabían nada, y de él aprendimos que es preferible la generosidad al ahorro, la abnegación al egoísmo, el deseo de ser y saber al deseo de poder. Es extraña la muerte, nos arrebata lo que amamos, pero no su recuerdo. Y todavía hoy creo verle en aquel sillón de orejas, del que no se movió los últimos años de su vida, pensando en qué tenía que hacer para sacar adelante su granja. Y me parece que escribir novelas no es tan diferente a ocuparse de cosas así. Tener una granja al pie de las colinas de Ngong. Y entonces su fracaso me parece más hermoso que todos los éxitos; y me ayuda a entender el fracaso de mis propios proyectos insensatos.
Gustavo Martín Garzo 05/08/2006
Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong", éste es el comienzo de uno de los libros más hermosos que existen. Y no sé por qué, pero siempre que vuelvo a leerlo, me acuerdo de la granja que tuvo mi padre, en el corazón de la comarca de Tierra de Campos. Era un paisaje presidido por el aire, de colores vivos y secos, en que la luz ondulaba sobre las cosas con la viva densidad del agua.
Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong", éste es el comienzo de uno de los libros más hermosos que existen. Y no sé por qué, pero siempre que vuelvo a leerlo, me acuerdo de la granja que tuvo mi padre, en el corazón de la comarca de Tierra de Campos. Era un paisaje presidido por el aire, de colores vivos y secos, en que la luz ondulaba sobre las cosas con la viva densidad del agua. Aunque lo mejor fueran sus noches. No he vuelto a ver cielos así. Las estrellas eran infinitas, y semejaban un polvo luminoso suspendido sobre el mundo, como un hechizo. Nuestra granja estaba en la vega del río Sequillo, en una zona de regadío, donde había pequeñas huertas, y cultivos de remolacha, alfalfa y maíz. Era una granja avícola, orientada sobre todo a la producción de huevos.
Corrían los años sesenta, y fue la época del desarrollo económico y de la llamada a la modernización de las explotaciones. La gallina autóctona no pasaba de dos o tres huevos a la semana, y la idea de mi padre era seleccionar a las más aptas para dedicarlas a la reproducción. Para ello, todas las gallinas llevaban en el ala o la pata una placa con un número, que permitía identificar a las mejores. Se las separaba entonces de sus compañeras y se las llevaba al gallinero, en que las esperaban los gallos que debían fecundarlas. Este gallinero estaba dividido en pequeñas salas, cada una a cargo de un gallo. Era la época de los pantalones cortos y más de una vez salimos de allí con las piernas ensangrentadas, pues los gallos marcan ferozmente su territorio y nos atacaban a picotazo limpio cuando nos veían entrar. Los gallos montaban a sus hembras con fingida indiferencia, y los huevos fecundados se llevaban a la incubadora. Empezaba entonces lo más bonito del proceso, pues 21 días después, al calor regular de las lámparas, aquellos huevos empezaban a romperse y al momento los pollitos nidífugos andaban corriendo y picoteando todo lo que se encontraban. Se separaban entonces las hembras de los machos y se criaban aquéllas hasta que crecían y se transformaban a su vez en ponedoras. La granja era ocupada entonces por una generación nueva, y mi padre estaba convencido de que la repetición del proceso daría lugar a una gallina distinta capaz de acercarse a la cifra utópica de un huevo diario. El razonamiento era impecable, pero los resultados no lo fueron tanto. Pues no estaba claro que las hijas de aquellas esforzadas hembras heredaran la abnegación y el ímpetu ponedor de sus madres. Y mi padre empezó a desesperarse, pues el mantenimiento de la granja era muy caro, y hubo unos años en que los precios de los huevos cayeron por los suelos. Además, aquel mundo, como todos, estaba lleno de aprovechados, y mi padre, un ser básicamente confiado, era una presa fácil. Acudían a la granja como enjambres. Le engañaban con el peso del pienso y de las cáscaras de piñón que se utilizaban para calentar los criaderos, y le engañaban con el precio de los huevos.
La situación empezaba a ser preocupante cuando irrumpieron en el mercado unas gallinas híbridas que venían de América y que ponían huevos sin parar. Los gallineros de mi padre eran limpios, amplios y hermosos, y hasta tenían un parque, rodeado de tela metálica, al que las gallinas, que vivían como auténticas marquesas, podían salir durante el día a airearse y rebuscar en la tierra. Pero la llegada de aquellas criaturas desangeladas e histéricas, auténticas proletarias de la puesta, acabó con la idea romántica de que cuanto mejor era el trato que se daba a las de su especie su producción era mayor. Un gallinero como los de mi padre, que a lo sumo había albergado a 500 gallinas de las suyas, podía contener en jaulas amontonadas a 5.000 de aquella nueva raza de híbridos. Sólo una mente diabólica podía haber concebido un ser así, que aun en las más humillantes condiciones era capaz de batir todas las marcas imaginables.
Aquello acabó con el sueño avícola de mi padre, que se negó a seguir unos métodos de producción que iban contra sus principios, y cerró los gallineros. La granja sin embargo estaba más hermosa que nunca, pues habían crecido los árboles que había plantado en aquel terreno yermo. Hizo una piscina, que se llenaba con agua del canal, y, a su alrededor, plantó sauces, acacias y todo tipo de árboles frutales. Diseñó él mismo un pequeño porche, y se pasaba las horas muertas en él. Nunca se bañó, pero le gustaba sentarse allí y vernos bañarnos a mi madre y a nosotros. La granja se hizo famosa en los pueblos de los alrededores, y convocaba, alrededor de la piscina, a numerosos veraneantes. Por las tardes hacíamos guateques, y bailábamos el twist y aquellas preciosas baladas francesas e italianas que entonces estaban de moda. Y, mientras nosotros crecíamos, mi padre se fue haciendo mayor. Cuando tenía la granja iba todas las tardes al pueblo para vigilarla; pero, como necesitaba dinero, terminó por venderla. Creo que esa venta fue uno de los hechos más dolorosos de su vida.
Vendió la granja, y dejó de viajar al pueblo. Entonces se aisló todavía más, y apenas se movía de casa, en que se pasaba los días sentado en su sillón de orejas, cada vez más ensimismado y silencioso, pidiéndonos que nos ocupáramos de nuestra madre, a la que siempre pensó que no había sabido hacer feliz, a pesar de haber sido el gran amor de su vida. Y un triste día, se murió. Murió él, pero su granja siguió viva en nuestro pensamiento. Han pasado los años y, cuando voy al mercado, todavía hoy me sorprendo ante los escaparates de las pollerías, contemplando los huevos. No hay perfección mayor. Representan el misterio de la vida, y han sido adorados por todas las culturas. Los egipcios los ponían junto a las momias, significando la esperanza del renacimiento, y, cuando los veo alineados en sus cartones, no puedo evitar acordarme de mi padre llevándoles en sus manos, como si guardaran una vida secreta cuyo desarrollo podía estimular la nuestra. ¡Qué mundo aquel, tan pobre, pequeño y lleno de locura! A veces, cuando pienso en esos años, y recuerdo a mi padre yendo y viniendo a los gallineros, me pregunto si su vida tuvo que ser así, si no se merecía otra cosa. Era dulce, elegante, tenía el poder de transformar todo lo que hacía en algo especial, como esos reyes del Mahabarata que dialogan con pájaros de oro y fuentes que cantan. De haber tenido su propio reino, habría sido justo y amado por todos. Sus discursos habrían consolado a su pueblo, y habría mandado construir para él jardines y fábricas hermosas, pues nunca aceptó la idea de que un edificio, se dedicara a lo que se dedicara, tuviera que ser sucio y feo. De hecho, su granja siempre pareció un juguete. Una casa de muñecas.
Pero, ahora que lo pienso, no es cierto que no llegara a reinar. Lo hizo en aquel mundo pequeño, y nosotros fuimos sus súbditos. Tenía algo de lo que los demás no sabían nada, y de él aprendimos que es preferible la generosidad al ahorro, la abnegación al egoísmo, el deseo de ser y saber al deseo de poder. Es extraña la muerte, nos arrebata lo que amamos, pero no su recuerdo. Y todavía hoy creo verle en aquel sillón de orejas, del que no se movió los últimos años de su vida, pensando en qué tenía que hacer para sacar adelante su granja. Y me parece que escribir novelas no es tan diferente a ocuparse de cosas así. Tener una granja al pie de las colinas de Ngong. Y entonces su fracaso me parece más hermoso que todos los éxitos; y me ayuda a entender el fracaso de mis propios proyectos insensatos.
martes, 1 de marzo de 2011
En la tienda de la florista
http://amediavoz.com/prevert.htm#CANCI%C3%93N%20PARA%20DOS%20CARACOLES%20%20QUE%20VAN%20A%20UN%20ENTIERRO
Un hombre entra en la tienda de la florista
y elige flores
la florista envuelve las flores
el hombre se lleva la mano al bolsillo
para buscar el dinero
el dinero para pagar las flores
pero al mismo tiempo se lleva
súbitamente
la mano al corazón
y cae
Al mismo tiempo que cae
el dinero rueda por el suelo
y también las flores caen
al mismo tiempo que el hombre
al mismo tiempo que el dinero
y la florista se queda allí
ante el dinero que rueda
ante las flores que se marchitan
ante el hombre que se muere
sin duda todo es muy triste
es necesario que la florista
haga algo
pero no sabe qué hacer
no sabe
por dónde empezar
Hay tantas cosas por hacer
con ese hombre que se muere
esas flores que se marchitan
y ese dinero
ese dinero que rueda
que no deja de rodar.
De "La pluie et le beau temps"
Versión de César Rojas
lunes, 28 de febrero de 2011
Los ojos del aprendiz
Los ojos del aprendiz
13.02.11 - 01:31 -
PÍO GARCÍA |
Podríamos decir que estos niños viven en China. Podríamos decir que habitan en un hutong, uno de esos barrios antiquísimos, estrechos y laberínticos que se arraciman a la sombra de la Ciudad Prohibida y que milagrosamente se han librado del furor inmobiliario de Pekín. Podríamos decir que son pobres, que las maderas gastadas del fondo reflejan su miseria cotidiana, que apenas comerán un cuenco de arroz al día, que se ahogarán de calor en verano y se quedarán helados en invierno. Podríamos decir que, si no pasa algo gordo, se verán condenados a crecer en un entorno hostil, en un diabólico sistema que ha conseguido mezclar la asfixiante opresión del comunismo con la descarnada explotación del capitalismo. Podríamos decir que, de aquí a pocos años, los dos tendrán que dejar los lápices y los cuadernos para ponerse a coser pantalones catorce horas al día.
Podríamos decir muchas cosas más y casi todas tristes y verdaderas. Pero entonces nos perderíamos la mirada limpia, clara y enorme de ese niño; esos ojos tremendos que sueñan con la libertad mientras la pequeña maestra le ayuda a hacer los deberes; esas pupilas tan luminosas que parecen suplicarnos otro futuro, más divertido y esperanzador.
http://www.laverdad.es/murcia/v/20110213/sociedad_murcia/ojos-aprendiz-20110213.html
martes, 11 de enero de 2011
Nadie recuerda un invierno tan frío como este.
Las calles de la ciudad son láminas de hielo.
Las ramas de los árboles están envueltas en fundas de hielo.
Las estrellas tan altas son destellos de hielo.
Helado está también mi corazón,
Pero no fue en invierno.
Mi amiga,
Mi dulce amiga,
Aquella que me amaba,
Me dice que ha dejado de quererme.
No recuerdo un invierno tan frío como este.
ÁNGEL GONZÁLEZ
Las calles de la ciudad son láminas de hielo.
Las ramas de los árboles están envueltas en fundas de hielo.
Las estrellas tan altas son destellos de hielo.
Helado está también mi corazón,
Pero no fue en invierno.
Mi amiga,
Mi dulce amiga,
Aquella que me amaba,
Me dice que ha dejado de quererme.
No recuerdo un invierno tan frío como este.
ÁNGEL GONZÁLEZ
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